10 de mayo de 2011

Las vergüenzas de la corte: la homosexualidad en la realeza europea


Sucede en las mejores familias. La frase universal que pretende excusarlo todo da inicio a este humilde apartado que se propone repasar la vida de cuatro príncipes europeos. Elegantes y sofisticados, por cuestiones dinásticas estuvieron obligados a contraer matrimonio y tener hijos. Toda una fachada para ocultar las verdaderas pasiones, una vergüenza para el entorno en que nacieron y la época en que vivieron.

Se recuerda la historia del príncipe Waldemar de Dinamarca, un hombre simpático hijo del rey danés, que durante décadas ocultó su romance con un sobrino suyo, el príncipe Georgie de Grecia, a quien amaba.

El fornido Waldemar y el encantador Georgie (como lo llamaban sus familiares) comenzaron a tratarse cuando el joven griego fue enviado a Dinamarca para ser preparado militarmente. El muchacho fue dejado al cuidado de su tío Waldemar, que ya ostentaba un alto cargo en la Marina danesa. Allí, y al poco de llegar, nacería en él un amor súbdito y ciertamente especial -por lo profundo e inalterable que se mantendría a lo largo de los años- por aquel tío mayor que él. Por entonces, Waldemar estaba casado con una princesa francesa y era padre de varios hijos.

El príncipe Jorge de Grecia y su mujer, María de Orleáns. En un rincón de la foto, el gran amor de Jorge, su tío Waldemar de Dinamarca
Durante prácticamente toda su vida a ambos se les vería siempre juntos en fiestas y en reuniones de familia, colocándose incluso uno junto al otro en las fotografías: Jorge con su impresionante altura y un característico bigote, y Waldemar, más pequeño en estatura, con lentes y una barba meticulosamente recortada.

La secreta pasión de estos dos hombres continuó incluso tras bastidores, cuando Georgie fue prometido en matrimonio con la princesa francesa Marie Bonaparte. Ese amor, tan difícil de comprender para muchos en aquella época, solamente finalizó cuando el príncipe danés falleció en 1939. Por aquel tiempo la esposa de Georgie escribió en sus memorias que su marido siempre la besó en la frente, y jamás en los labios, puesto que estos eran solo para su amado Waldemar.

También un secreto a voces fue la agitada vida social de un miembro de la familia real española, el infante Luis Fernando de Orleáns-Borbón. Era sobrino de Alfonso XII y primo hermano de Alfonso XIII, y mientras su hermano mayor heredó las mejores virtudes de sus padres… Definido como un hombre “esbelto como un junco, bello como un Adonis”, es quizás el más revoltoso y desenfrenado de los cuatro príncipes retratados en este artículo.

Tres fotografías de la vida de Luis Fernando de Orleáns, dos de ellas con su  esposa.
Luis Fernando no heredó nada sino los peores defectos de cada uno de sus progenitores. Heredó el aire bohemio y rebelde de su madre -la pintoresca infanta Eulalia-, y la pasión desenfrenada por las mujeres de poca clase que tenía su desordenado padre. Un periódico, en los años ’30, lo describió categóricamente: “El príncipe Luis Fernando es famoso internacionalmente por ser un aprovechado y un personaje de dudosa reputación. Fue arrestado al menos dos veces, expulsado de dos países y se ha hecho despreciable al casarse con una tonta y vieja mujer, treinta y dos años mayor que él, contra las protestas de su familia. Mucha gente cree que el príncipe Luis Fernando es capaz de llegar a cometer cualquier acto vergonzoso”. En otra crónica se le apodaba “el príncipe pantalones de hierro”: “porque se lo ha expulsado de tantos países y hoteles sin demostrar ningún dolor, que pareciera estar blindado”.

Luis Fernando, que nació príncipe y lo perdió todo, y que se sonreía con audacia cuando en los bajos fondos se le llamaba “el rey de los maricas”, consumía cocaína, malgastó fortunas propias y ajenas, y comprometió, con un crimen, la imagen y el honor de la dinastía española. Pero quizás lo que más avergonzó a su familia fue su marcada homosexualidad, por entonces un secreto de Estado.

Como muchos niños de su condición, se educó en los mejores colegios, supervisado principalmente por su madre, a quien solía escribir constantes cartas declarándose su amor incondicional y criticando a su padre ausente. Su cuñada, Beatriz de Sajonia-Coburgo-Gotha, revela algo del asunto en un libro: “Cuando el hijo mayor de Eulalia fue a vivir a Madrid, ella frecuentaba más la Corte, y quería mucho a este hijo, pero a veces parecía preferir al otro, que era un bala perdida, un homosexual… aunque se casó con una vieja por dinero, para arruinarla, claro. Pero era su hijo y la infanta Eulalia lo quería y lo defendía. Era severa con sus hijos”.

Al llegar a la mayoría de edad, el infante por fin comprendió lo difícil que era mantener buenas relaciones con su madre. Eulalia le prohibió terminantemente a su hijo que siguiera la carrera de actor y nunca jamás aceptó su homosexualidad: “No puedo creerlo…”, se lamentaba. “¡Actor…! Y además dice pestes de mí... ¡No te puedes imaginar el calvario que estoy pasando”.

El infante heredó una vasta finca, la cual proyectaba explotar, pero todo quedó en la nada cuando decidió, abruptamente, instalarse en aquel cautivante París de la “Belle Epoque”, entrando de lleno a una juventud hedonista y decadente. Fue invitado a todas las fiestas, a cuál más ostentosa y extravagante.

Célebre fue aquella en la que apareció con el torso desnudo totalmente pintado de azul, montado sobre un elefante y con un turbante adornado por brillantes, a semejanza de un maharajá indio. Desde entonces, su vida estuvo plagada de excesos, donde la droga, el alcohol y el sexo indiscriminado fueron moneda corriente. Su afición al juego y a la cocaína lo tenía siempre al borde de la ruina y llegó a traficar drogas para poder mantener sus vicios y su rumboso tren de vida.

Melchor de Almagro San Martín, que fue condiscípulo del infante, testimonia su excentricidad: “En el baile de la condesa de Chabrillan, se presentó Luis teñido con añil de pies a cabeza para representar el dios Azul, seguido por un deslumbrante cortejo de sacerdotisas y eunucos, como sacados de un friso antiguo. El infante cabalgaba sobre un elefante, arreado con atalajes de oro y pedrería. Hizo su entrada semidesnudo, cubierta la cabeza con un turbante verde gayo y coronado de garzotas sujetas por broches de enormes diamantes”.

Lejos de tener el mismo carácter y firmeza su hermano mayor, hombre de conducta intachable, Luis Fernando se vio tempranamente vinculado a todo tipo de escándalos que hicieron correr ríos de tinta en los periódicos de todo el mundo. Su hermano mayor y su primo el rey realmente le despreciaban. Y Luis Fernando se vengaba con ironías punzantes y con un comportamiento tremendamente promiscuo, llegando a hacerse célebre la queja de una dama de la alta sociedad: “Yo tenía dos lacayos negros y guapos, pero los perdí a los dos. Al primero se lo llevó la tuberculosis; al segundo, el infante de España”.

Eulalia se quejaba a sus amigos, a viva voz, de que su hijo no estaba creciendo como el hombre serio, fuerte y de altos principios que ella deseaba, sino que había desarrollado un espléndido gusto por los tés de sociedad y se deleitaba con los perfumes orientales y la ropa elegante.

En 1924, Luis Fernando fue expulsado de Francia mediante una orden judicial. Había estrangulado hasta la muerte a un joven marinero durante una orgía homosexual en la que completaba el trío cierto aristócrata portugués, apellidado Vasconcellos y supuesto amante de Luis Fernando. Ambos habrían paseado por París el cadáver del desdichado, envuelto en una manta, intentando colocárselo a las embajadas española o lusa para huir de la justicia acogiéndose a la extraterritorialidad.

El rey Alfonso XIII de España decidió prohibirle la entrada en su país al muchacho no le quedó opción más que instalarse en Lisboa, donde no abandonó su vida de sociedad, y no tardó en protagonizar otro escándalo de la época, al ser arrestado en la frontera hispanoportuguesa disfrazado de mujer. Oficialmente, lo acusaron de contrabando.

Terminó casado con una mujer de casi 80 años, pero heredera de una fortuna millonaria. Fortuna que, dicho sea de paso, Luis Fernando hizo desaparecer junto a sus amantes masculinos… Para pagar sus deudas, la mujer tuvo que vender su castillo, sus cuadros, sus lámparas, sus muebles y hasta el piano. Cuando se encontró completamente arruinada, Luis Fernando la abandonó y no volvió a verla más que ocasionalmente.

Murió olvidado por su familia, que por vergüenza ni siquiera quiso que fuera sepultado en España. Ahora sus restos yacen olvidados en París, recordado para siempre, como diría el poeta, “por haber probado todos los placeres de la vida sin saciarse jamás”.

Por aquellos años, el príncipe Jorge de Inglaterra pasaba a la historia no solamente por haber muerto de una forma muy trágica, en 1942, sino también por ser considerado, tal vez, el príncipe más hermoso de la monarquía británica. Elegante y sensual, rivalizaba con su hermano mayor, pero, por no ser el heredero del trono gozó de más libertades que el otro.


Nacido en 1902, fue hijo del rey Jorge V y hermano de Jorge VI, aquel pobre tartamudo coronado a quien los estudios de Hollywood retrataron últimamente en la película “El discurso del rey”. Durante años, quizás décadas, la familia real británica pretendió ocultar las historias que rodearon la vida de este rubio príncipe, incluso adquiriendo a cambio de grandes sumas de dinero las cartas que Jorge intercambiaba con sus amantes masculinos, lo cual hubiera resultado, en los años 20 y 30, un escándalo de proporciones épicas para la Corte británica, todavía envuelta en el halo de misterio y moralidad impuesto por la reina Victoria.

Un observador lo describió como un hombre culto, afeminado y con un fuerte olor a perfume. Su madre, la reina María, lo adoraba. Se trataba de su hijo predilecto, porque el joven compartía la pasión de la madre hacia las obras de arte y las antigüedades. Ella había desarrollado un talento específico para detectar, casi a simple vista, muebles de época, por ejemplo. Y en eso, Jorge no le quedaba atrás, lo que constituía un motivo de orgullo para la soberana.

En cuanto al rey Jorge V (padre del príncipe), podía concederse el lujo de mostrar cierta flexibilidad con su hijo. El monarca era un hombre obsesionado con la puntualidad a la hora de sentarse a comer. No toleraba que ninguno de sus hijos llegase tarde, por lo que todos trataban de llegar un buen rato antes de la hora en que debían reunirse. Cuando Jorge se retrasaba, en cambio, el monarca se limitaba a hacer un gesto de disculpa con la mano, para gran alivio de todos, que temían sus estallidos coléricos característicamente alemanes.

Por suerte, el rey Jorge y su mujer atinaron a no tomarse muy a pecho la mala fortuna que habían tenido con sus hijos varones. El mayor, David, fue un hombre arisco pero elegantísimo, obsesionado por las mujeres casadas. De hecho, cuando en 1936 se convirtió en rey, casi lleva a la ruina total a la monarquía al querer casarse con la dos veces divorciada y norteamericana Wallis W. Simpson. Renunció, y el trono correspondió a su hermano Bertie. Convertido en Jorge VI, fue tal vez el hijo que más sufrió. Poco inteligente, tartamudo, nervioso, tremendamente tímido, tuvo la fortuna de casarse con una mujer que lo amó y lo hizo mejorar. El tercer hijo, el príncipe Enrique, fue un mujeriego que a veces competía con el príncipe de Gales por los favores de alguna señora casada. El menor de todos los hijos de Jorge V, nació con una salud muy mala y víctima de la epilepsia, murió a los 14 años de edad.

Queda el príncipe Jorge, que al llegar a la veintena de años comenzó a preocupar seriamente a sus padres. Comenzó a portarse mal para conseguir que su padre le permitiese abandonar la detestada carrera en la Armada Británica. Siguieron varios cargos como funcionarios civil y el puesto de inspector de fábricas, tareas que abordó con buena voluntad pero son resultados mediocres. Como era tan bohemio, a menudo se escapaba a la Riviera francesa, se instalaba en las playas día y en los casinos y clubes de noche. Además, en cierta ocasión se anotó en un concurso de tango bajo un nombre falso, y hasta ganó el primer premio.

Por otro lado, estuvo el asunto de sus indefinidos gustos sexuales. Antes y después de su matrimonio, tuvo una larga serie de romances y relaciones íntimas, dicen, tanto con hombres muy atractivos como con mujeres poco apropiadas.

Sobre él han circulado los rumores más exóticos. Que se enredó en una aventura con un arquitecto francés, con el cual fue detenido por estar bailando ambos de forma demasiado explícita en un club nocturno londinense, “The Nut House”. Y que, maquillado, tuvo que pasar horas en una celda de la comisaría de Bow Street mientras los superiores policiales trataban de confirmar su identidad con el Palacio de Buckingham. Sólo cuando se confirmó que era hijo del rey, la puerta de la celda de Bow Street se abrió con discreción a la mañana siguiente, gracias a su aceitada sagacidad política. Y sin la menos vergüenza Jorge salió, siempre espléndido en su maquillaje nocturno.

También se cuenta que era adicto a las drogas, en concreto a la morfina y la cocaína –una debilidad que sus hermanos le animaron a curar durante la década de 1920 –, que cierta vez fue chantajeado por un trabajador sexual masculino al que había escrito cartas de naturaleza íntima, y que también mantuvo relaciones con el esposo de una de sus primas y pariente lejano suyo, el príncipe Luis Fernando de Prusia, y con el espía e historiador de arte Anthony Blunt. En cierta época de su vida se interesó por la joven y sencilla Juliana de Holanda, la heredera del trono, pero ella lo rechazó y terminó.

Según la historiadora británica Lucy Moore, el príncipe también amó apasionadamente a la joven princesa Indira Raje, la maharaní de Cooch Behar. Entre sus amantes también destacaron la cantante afroamericana de cabaret Florence Mills, la rica heredera Poppy Baring, la duquesa de Argyll, la estrella musical Jessie Matthews y el afamado actor Nöel Coward, con el que estuvo relacionado sentimentalmente durante casi dos décadas y definitivamente no fue ni el primer ni el último de los amantes del príncipe.

Contrariamente a lo que dicen algunos historiadores, es improbable que el rey Jorge y la reina María no conocieran la relación amorosa de su hijo con Noël, que tenía solamente tres años más que el príncipe. Pero no hay dudas de que el príncipe hubiera hecho siempre todo lo posible por evitar que se conociera la verdad, sabiendo cuál era la opinión de su padre respecto de los homosexuales: “Los hombres así, se suicidan”.

En 1923, la relación entre Jorge y Noël se convirtió en un secreto a voces en la sociedad londinense, aunque por supuesto continuó “ocultándose el asunto al público general y tampoco se divulgó la información entre los íntimos de Jorge, de modo que su reputación quedó intacta”, como escribió un biógrafo.


Era, sin embargo, frecuente verlo entrar solo en la residencia de Coward, en la calle Gerald, del barrio londinense de Belgravia; se los veía juntos en clubes nocturnos para homosexuales, incluso maquillados, una costumbre de la época en, como se ha dicho, “cierto grupo contemporáneo de costumbres ligeras”.

El “pequeño coqueteo” (según la expresión con la que Coward magistralmente restaba importancia al asunto) durados años, hasta 1925. Como la prensa jamás se atrevería a mencionar la relación homosexual del hijo del rey, los dos atractivos solteros podían asistir juntos a cenas, al teatro y a los conciertos, sin temor de ser denunciados. Cierta discreción protegía incluso las visitas ocasionales del príncipe en el “Embassy Club”, de la calle Bond, donde encontraba a los jóvenes más apuestos del continente, que satisfacían sus gustos.

También muy comentada, aunque en voz baja, fue la relación del príncipe con un joven argentino de la clase alta argentina, José Evaristo Uriburu. El padre de José Evaristo era hijo y también yerno de dos presidentes de Argentina (Uriburu y Roca); a la sazón, desempeñaba el cargo de embajador argentino en territorio británico, y tuvo la osada idea de patentar la frase “La Argentina es la joya más preciada de la corona británica”.

No se sabe si lo habrá dicho en serio, pero durante cierto tiempo la joya más preciada de su hijo fue el príncipe de Inglaterra. José Evaristo, de unos veinte años de edad, estudiaba en la Universidad de Cambridge, y conoció al príncipe en una recepción diplomática en los años 20.

El príncipe y el hijo del embajador fueron vistos después en las veladas más elegantes de la alta sociedad londinense, en Mayfair y Belgrave, y pasaron muchos fines de semana en las casas de campo de muchos amigos que los alentaban y los miraban con simpatía.

La princesa Marina de Grecia llega a Londres, destinada a casarse con el  príncipe Jorge
Con sus rasgos bien dibujados, los cabellos oscuros, la sonrisa provocadora y la mirada somnolienta y seductora, Uriburu habría podido ser una estrella cinematográfica latina. Pero era también un joven muy inteligente, conocía tres idiomas y había sido educado para seguir la carrera diplomática de su padre.

Por eso mismo, el señor Uriburu se sintió naturalmente preocupado por su hijo, y aunque consideraba que el príncipe Jorge era un invitado agradable a la hora de cenar en el consulado argentino, no se sintió tan cómodo cuando vio al príncipe salir al amanecer del dormitorio de José Uriburu, lo que desembocó en dos lámparas rotas, un ego lastimado, una relación rota y el restablecimiento del predominio paterno.

José intentó sin éxito arreglar el embrollo y se sintió desconsolado cuando el príncipe le dijo que su relación amorosa estaba por convertirse en una complicación política y diplomática. El infeliz Uriburu fue enviado de regreso a Argentina para visitar dos meses a su abuela y así se le calmaran las pasiones. El príncipe, en cambio, no se quedó a llorar la pérdida mucho tiempo: en poco tiempo ya estaba entablando una íntima amistad con un aristócrata italiano y luego con un arquitecto francés. Las fogosas cartas que el príncipe escribía a José Uriburu y al francés fueron convenientemente compradas por la familia real británica y custodiadas como oro.

En honor a la verdad, hay que decir que nunca -hasta su muerte en una tragedia aérea- el príncipe Jorge olvidó a aquel amor de sangre latina, y en 1931, cuando el príncipe de Gales fue enviado en una gira de tres meses a América del Sur, lo acompañó con el fin de visitar a su antiguo amor en Buenos Aires...

Estas son, a grandes rasgos, las historias de vida de cuatro seres humanos a quienes el destino deparó una corona. Corona que aquellos, sin embargo, de seguro hubieran estado dispuestos a sacrificar por un poco de libertad.

Darío Silva D'Andrea

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